"Las tres hijas del rey"
Erase un poderoso rey que tenía tres
hermosas hijas, de las que estaba orgulloso, pero ninguna podía competir en
encanto con la menor, a la que él amaba más que a ninguna.
Las tres estaban
prometidas con otros tantos príncipes y eran felices.
FIN
Un día, sintiendo
que las fuerzas le faltaban, el monarca convocó a toda la corte, sus hijas y
sus prometidos.
-Os he reunido
porque me siento viejo y quisiera abdicar. He pensado dividir mi reino en tres
partes, una para cada princesa. Yo viviré una temporada en casa de cada una de
mis hijas, conservando a mi lado cien caballeros. Eso sí, no dividiré mi reino
en tres partes iguales sino proporcionales al cariño que mis hijas sientan por
mí.
Se hizo un gran
silencio. El rey preguntó a la mayor:
-¿Cuánto me
quieres, hija mía?
-Más que a mi
propia vida, padre. Ven a vivir conmigo y yo te cuidaré.
-Yo te quiero más
que a nadie del mundo -dijo la segunda.
-Te quiero como un
hijo debe querer a un padre y te necesito como los alimentos necesitan la sal.
El rey montó en
cólera, porque estaba decepcionado.
- Sólo eso? Pues
bien, dividiré mi reino entre tus dos hermanas y tú no recibirás nada.
En aquel mismo
instante, el prometido de la menor de las princesas salió en silencio del salón
para no volver; sin duda pensó que no le convenía novia tan pobre.
Las dos princesas
mayores afearon a la menor su conducta.
-Yo no sé
expresarme bien, pero amo a nuestro padre tanto como vosotras -se defendió la
pequeña, con lágrimas en los ojos-. Y bien contentas podéis estar, pues
ambicionabais un hermoso reino y vais a poseerlo.
Las mayores se
reían de ella y el rey, apesadumbrado, la arrojó de palacio porque su vista le
hacía daño.
La princesa,
sorbiéndose las lágrimas, se fue sin llevar más que lo que el monarca le había
autorizado: un vestido para diario, otro de fiesta y su traje de boda. Y así
empezó a caminar por el mundo. Anda que te andarás, llegó a la orilla de un
lago junto al que se balanceaban los juncos. El lago le devolvió su imagen,
demasiado suntuosa para ser una mendiga.
A partir de
entonces, todos cuantos la veían la llamaban "Gorra de Junco".
Andando sin parar,
acabó en las tierras del príncipe que fue su prometido. Allí supo que el
anciano monarca acababa de morir y que su hijo se había convertido en rey. Y
supo asimismo que el joven soberano estaba buscando esposa y que daba suntuosas
fiestas amenizadas por la música de los mejores trovadores.
La princesa vestida
de junco lloró. Pero supo esconder sus lágrimas y su dolor. Como no quería
mendigar el sustento, fue a encontrar a la cocinera del rey y le dijo:
-He sabido que
tienes mucho trabajo con tanta fiesta y tanto invitado. ¿No podrías tomarme a
tu servicio?
La mujer estudió
con desagrado a la muchacha vestida de juncos. Parecía un adefesio...
En lo sucesivo,
nunca se quejó, por duro que fuera el trabajo. Además, no percibía jornal
alguno y no tenía derecho más que a las sobras de la comida. Pero de vez en
cuando podía ver de lejos al rey, su antiguo prometido cuando salía de cacería
y sólo con ello se sentía más feliz y cobraba alientos para soportar las
humillaciones.
-Me alegro de
verte, padre. Pero traes demasiada gente y supongo que con cincuenta caballeros
tendrías bastante.
-¿Cómo? exclamó él
encolerizado-. ¿Te he regalado un reino y te duele albergar a mis caballeros?
Me iré a vivir con tu hermana.
La segunda de sus
hijas le recibió con cariño y oyó sus quejas. Luego le dijo:
-Vamos, vamos,
padre; no debes ponerte así, pues mi hermana tiene razón. ¿Para qué quieres
tantos caballeros? Deberías despedirlos a todos. Tú puedes quedarte, pero no
estoy por cargar con toda esa tropa.
-Conque esas
tenemos? Ahora mismo me vuelvo a casa de tu hermana. Al menos ella, admitía a
cincuenta de mis hombres. Eres una desagradecida.
El anciano,
despidiendo a la mitad de su guardia, regresó al reino de la mayor con el
resto. Pero como viajaba muy despacio a causa de sus años, su hija segunda
envió un emisario a su hermana, haciéndola saber lo ocurrido. Así que ésta,
alertada, ordenó cerrar las puertas de palacio y el guardia de la torre dijo
desde lo alto:
-iMarchaos en buena
hora! Mi señora no quiere recibiros.
El viejo monarca,
con la tristeza en alma, despidió a sus caballeros y como
nada tenía, se vio
en la precisión de vender su caballo. Después, vagando por el bosque, encontró
una choza abandonada y se quedó a vivir en ella.
Un día que Gorro de
Junco recorría el bosque en busca de setas para la comida del soberano, divisó
a su padre sentado en la puerta de la choza. El corazón le dio un vuelco. ¡Qué
pena, verle en aquel estado!
El rey no la
reconoció, quizá por su vestido y gorra de juncos y porque había perdido mucha
vista.
-Buenos días, señor
-dijo ella-. , Es que vivís aquí solo?
-Quién iba a querer
cuidar de un pobre viejo? -replicó el rey con amargura.
-Mucha gente -dijo
la muchacha-.
Y si necesitáis
algo decídmelo.
La joven iba a ver
a su padre todos los domingos y siempre que tenía un rato libre, pero sin darse
a conocer. Y también le llevaba cuanta comida podía agenciarse en las cocinas
reales. De este modo hizo menos dura la vida del anciano.
En palacio iba a
celebrarse un gran baile. La cocinera dijo que el personal tenía autorización
para asistir.
-Pero tú, Gorra de
Junco, no puedes presentarte con esa facha, así que cuida de la cocina -añadió.
En cuanto se
marcharon todos, la joven se apresuró a quitarse el disfraz de juncos y con el
vestido que usaba a diario cuando era princesa, que era muy hermoso, y sus
lindos cabellos bien peinados, hizo su aparición en el salón. Todos se quedaron
mirando a la bellísima criatura. El rey, disculpándose con las princesas que
estaban a su lado, fue a su encuentro y le pidió:
-¿Quieres bailar
conmigo, bella desconocida?
Ni siquiera había
reconocido a su antigua prometida. Cierto que había pasado algún tiempo y ella
se había convertido en una joven espléndida.
Bailaron un vals y
luego ella, temiendo ser descubierta, escapó en cuanto tuvo ocasión, yendo a
esconderse en su habitación. Pero era feliz, pues había estado junto al joven a
quien seguía amando.
Al día siguiente
del baile en palacio, la cocinera no hacía más que hablar de la hermosa
desconocida y de la admiración que le había demostrado al soberano.
Este, quizá con la
idea de ver a la linda joven, dio un segundo baile y la princesa, con su vestido
de fiesta, todavía más deslumbrante que la vez anterior, apareció en el salón y
el monarca no bailó más que con ella. Las princesas asistentes, fruncían el
ceño.
También esta vez la
princesita pudo escapar sin ser vista.
A la mañana
siguiente, el jefe de cocina amonestó a la cocinera.
-Al rey no le ha
gustado el desayuno que has preparado. Si vuelve a suceder, te despediré.
De nuevo el monarca
dio otra fiesta. Gorra de Junco, esta vez con su vestido de boda de princesa,
acudió a ella. Estaba tan hermosa que todos la miraban.
El rey le dijo:
-Eres la muchacha
más bonita que he conocido y también la más dulce. Te suplico que no te escapes
y te cases conmigo.
La muchacha
sonreía, sonreía siempre, pero pudo huir en un descuido del monarca. Este
estaba tan desconsolado que en los días siguientes apenas probaba la comida
Una mañana en que
ninguno se atrevía a preparar el desayuno real, pues nadie complacía al
soberano, la cocinera ordenó a Gorra de Junco que lo preparase ella, para
librarse así de regañinas. La muchacha puso sobre la mermelada su anillo de
prometida, el que un día le regalara el joven príncipe. Al verlo, exclamó:
-¡Qué venga la
cocinera!
La mujer se
presentó muerta de miedo y aseguró que ella no tuvo parte en la confección del
desayuno, sino una muchacha llamada Gorra de Junco. El monarca la llamó a su
presencia. Bajo el vestido de juncos llevaba su traje de novia.
-De dónde has
sacado el anillo que estaba en mi plato?
-Me lo regalaron.
-Quién eres tú?
-Me llaman Gorra de
Junco, señor.
El soberano, que la
estaba mirando con desconfianza, vio bajo los juncos un brillo similar al de la
plata y los diamantes y exigió:
-Déjame ver lo que
llevas debajo.
Ella se quitó
lentamente el vestido de juncos y la gorra y apareció con el maravilloso
vestido de bodas.
-Oh, querida mía!
¿Así que eras tú? No sé si podrás perdonarme.
Pero como la
princesa le amaba, le perdonó de todo corazón y se iniciaron los preparativos
de las bodas. La princesa hizo llamar a su padre, que no sabía cómo disculparse
con ella por lo ocurrido.
El banquete fue
realmente regio, pero la comida estaba completamente sosa y todo el mundo la
dejaba en el plato. El rey, enfadado, hizo que acudiera el jefe de cocina.
-Esto no se puede
comer -protestó.
La princesa
entonces, mirando a su padre, ordenó que trajeran sal. Y el anciano rompió a
llorar, pues en aquel momento comprendió cuánto le amaba su hija menor y lo mal
que había sabido comprenderla.
En cuanto a las
otras dos ambiciosas princesas, riñeron entre sí y se produjo una guerra en la
que murieron ellas y sus maridos. De tan triste circunstancia supo compensar al
anciano monarca el cariño de su hija menor.
FIN
Moraleja : "Los sentimientos se demuestran mediante gestos o acciones y no solo con palabras".
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